El joven entro al cine como todos los días con su pequeña maleta, siempre era el primero entrar a la función de la cinco de la tarde, caminaba hasta la primera fila y se sentaba taciturno a esperar la proyección de la película; hoy presentaban como todos los días una producción pornográfica, poco a poco la sala se fue llenando de hombres y pocas mujeres, solitarios de caras anónimas, se escondían con gorras y lentes oscuros, otros esperaban la oscuridad extremas y entraban con la cara casi puesta al suelo, todos querían pasar desapercibidos, y por eso todos se entendían, y en cierta forma nadie se conocía, todo en una espectacular incógnita. La luz del antiguo proyector lleno la pantalla y el joven abrió la maleta, se desvistió por completo, doblo con extremado cuidado la ropa y la coloco en el asiento de al lado, saco luego un vestido negro muy entallado, se lo puso y empezó el rito del maquillaje. A mitad de la película ya su transformación estaba hecha, dejaba de ser el muchacho escuálido y tímido para convertirse en Crisálida Pink, una voluptuosa pelirroja que salía de la sala de cine para terminar de adornar como porcelana china la esquina más oscura de la barra de un bar de mala muerte del centro de la ciudad. Tomaba su largo cigarro, el más largo del mercado, y fumaba con la elegancia de las otrora estrellas femeninas del cine, de su boca roja escarlata se escapan dragones fabulosos de humo que le daban ese halo de misterio de femme fatal, se tomaba de cuatro a seis copas, para luego regresar al cine a repetir la transformación pero ahora de Crisálida Pink a Raúl Renau, un contador público del Ministerio de Hacienda Nacional. Al llegar a su casa, se desvistió de nuevo, se acostó desnudo sobre la cama, prendió un cigarro, fumo pensando en la ropa que llevaría mañana al maldito trabajo, bajo su mano para buscar sus genitales y descubrió que seguía allí su vagina, y lamento no haber tenido huevos y lloro lo que quedaba de noche pensando en lo feliz que sería si hubiese nacido hombre.
Por Félix Esteves
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