Embriagado por la música de Chopin me quede como paralizado en el sillón, mi ojos miraban extasiado el vibrar de las lágrimas de la araña que colgaba del techo pintado de un azul que semejaba el cielo, mientras cada nota, cada arpegio, cada acorde era un estímulo para mi ensoñación y una onda sonora que hacia tremolar silenciosamente aquellas lágrimas de luz. Me volví un niño de nuevo, corrí por los verdes campos del Parque Lazienki mientras la helada brisa congelaba mi piel. Vi a mi madre con su vestido azul dominguero, la sonrisa nerviosa que llevaba en sus labios para hacerme la despedida menos tétrica y dolorosa, el ruido de las botas, los ladridos furiosos, los silbidos violentos e impetuosos de las balas, los gritos y los llantos... todos los sonidos del terror volvieron a mí... las notas de los vetustos y torturados violines en Treblinka... cayo una lágrima del techo llenando de pequeños cristales el salón, el Estudio en do menor, Op. 10 n° 12 dejó de sonar, más no mi recuerdo, mi apesadumbrada evocación. Abrí los ojos lo más que pude tratando de desaparecer los tristes momentos... los oscuros sonidos invocados, pero mis ojos eran charcos, y cayeron otras lágrimas trémulas al compás de la melancólica música de Chopin que ahora brotaba de mi lastimado corazón, de las heridas aún abiertas de mi memoria.
Por Félix Esteves
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