El piano destilaba su música mientras mis dedos recorrían sus dientes marfilados de luna y de oro negro, la Suite para piano op. 25 de Schönberg lleno el salón y mis olvidados recuerdos florecieron una vez más... el abuelo con los ojos cerrados, vigilantes sus sensibles oídos no dejaban escapar la más mínima nota, y en un descuido uno de mis dedos toco la tecla que jamás podía sonar ... la regla de madera del estricto maestro reventó en mi hombro mientras gritaba "Nie, nie, tak nie"... cansado por la larga clase y por el injusto golpe dado, me levante furioso y le grite que le odiaba, que odiaba también el piano, que odiaba la música y que si algún día aprendía a tocar un instrumento sería la batería. Desde ese momento el abuelo dejo de hablarme. Mi hermana era la intermediaria entre los dos, más nunca me dedico una mirada, ni siquiera cuando arrepentido casi un año más tarde me senté una vez en el piano y empecé a tocar, él como siempre no se inmuto para corregirme y en medio de mi desafinado concierto se levanto y se encerró en su cuarto. Herido por tan cruel indiferencia más nunca visite el abuelo y aquel piano solitario se guardo para si su dulce y melodioso canto para llenarse solo de recuerdos.
Con la muerte del abuelo hace ya más de un mes y el de descubrir su pasado de sobreviviente del holocausto me dirigí a aquella casa antigua donde el abuelo vivió desde su llegada a Venezuela hasta su dolorosa partida. Entre a su cuarto y todavía olía al fuerte combinado de mentol y alcohol que utilizaba el abuelo para sus achaques, abrí el closet y me puse a curiosear entre sus ropas, enseguida me percate de una cajita vieja de madera, la saque y me senté en la cama para hurgar en su interior, había una añejadísima cinta que en sus mejores tiempos debió de ser azul, algunos botones metálicos, una foto de la juventud del abuelo con una muchacha, ambos vestidos de novios, era la abuela, esa la que él nunca nombro porque apenas decían su nombre brotaban de sus ojos diamantinas y diáfanas lagrimas... unos papeles casi ilegibles y en el fondo un papel muy doblado que resulto ser un programa de recital de piano. En el avejentado papel aparecía una foto de una muchacha con una cinta azul en la cabeza sentada como si tocara el piano, era la misma chica de la foto del abuelo joven, era la abuela que con sus finos dedos daba conciertos en Varsovia antes de la ocupación Nazi... ahora eran mis lágrimas las que brotaban y mojaban el delicado papel que termino de deshacerse entre tanto llanto, moco y remordimiento.
Salí de la habitación como queriendo huir cuando tropecé con el piano, aquel piano que odie tantas veces y ahora nos enfrentábamos ante la tristeza de saber una verdad que me ataba más que nunca al abuelo, a la abuela y a mi orgullo estupido que nunca me permitió pedirle perdón, con el corazón roto me senté en el piano y brotaron de la nada aquellas notas, aquellos arpegios como nunca yo los había tocado...era la Suite para piano op. 25 de Schönberg, la misma que aquel día mi abuelo me corrigió y yo revente en furia... pero esta vez la toque con la maestría de los grandes talentos, porque sentía que a mi lado me estaban acompañando mis queridos abuelos.
Por Félix Esteves
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