La presencia de
Dargelos me ponía enfermo. Lo rehuía. Lo espiaba. Soñaba con un milagro que lo
hiciera fijarse en mí, lo despojara de su altivez, le revelara el sentido de mi
actitud, que él debía de tomar por una gazmoñería ridicula y que no era sino un
deseo loco de agradarle.
Mi sentimiento era
vago. No lograba precisarlo. Sólo sentía incomodidad o delicia. De lo único que
estaba seguro era de que no se parecía en forma alguna al de mis compañeros.
Un día, sin poder
soportar más, me abrí con un alumno cuya familia conocía a mi padre y al que yo
frecuentaba fuera del liceo. "Cómo eres tonto —me dijo— es muy fácil. Invita
un domingo a Dargelos, llévalo atrás de los macizos y asunto arreglado."
¿Qué asunto? No había ningún asunto. Farfullé que no se trataba de un placer fácil
de tomar en clases y traté inútilmente de usar palabras para darle forma a mi
sueño. Mi compañero se encogió de hombros. "¿Para qué —dijo— le buscas
tres pies al gato? Dargelos es más fuerte que nosotros (eran otros sus términos).
En cuanto lo halagas, dice que sí. Si te gusta, no tienes más que
echártelo."
La crudeza de este apostrofe me trastornó. Me di cuenta que era imposible hacerme entender. Admitiendo, pensaba, que dargelos aceptase una cita conmigo, ¿qué le diría, qué haría? Mi gusto no sería divertirme cinco minutos, sino vivir siempre con él. En pocas palabras, lo adoraba, y me resigné a sufrir en silencio, pues, sin darle a mi mal el nombre de amor, sentía yo muy bien que era lo contrario de los ejercicios en clase y que no encontraría respuesta alguna.
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Hastiado de las aventuras sentimentales, incapaz de reaccionar,
arrastraba las piernas y el alma. Buscaba el consuelo de una atmósfera
clandestina. La encontré en unos baños públicos. Evocaban el Satiricón, con sus
pequeñas celdas, su patio central, su sala baja adornada con divanes turcos en
los que unos jóvenes jugaban a las cartas. A una señal del dueño, se levantaban
y se alineaban contra la pared. El dueño les tentaba los bíceps, les palpaba
los muslos, desempaquetaba sus encantos íntimos y los vendía como un
comerciante su mercancía.
La clientela estaba segura de sus gustos y era discreta, rápida. Yo
debía resultar un enigma para aquella juventud acostumbrada a las exigencias
precisas. Me miraba sin comprender; porque yo prefiero la plática a los actos.
El corazón y los sentidos forman en mí una mezcla tal que me parece
difícil comprometer a uno o a los otros sin que la otra parte se comprometa
también. Es eso lo que me empuja a cruzar los límites de la amistad y me hace
temer un contacto sumario en el que corro el riesgo de atrapar el mal de amor.
Terminaba por envidiar a aquellos que, al no sufrir por la belleza ni
vagamente, saben lo que quieren, perfeccionan un vicio, pagan y lo satisfacen.
Uno ordenaba que lo insultaran, otro que lo cargaran de cadenas, otro
(un moralista) sólo obtenía placer con el espectáculo de un hércules que mataba
a una rata con un alfiler calentado al rojo vivo.
¡A cuántos de esos sabios que conocen la receta exacta de su placer, y
cuya existencia se ha simplificado porque se pagan en fecha y a precio fijo una
honesta, una burguesa complicación, no habré visto desfilar! La mayoría eran
ricos industriales que venían del norte a liberar sus sentidos, y después
regresaban a unirse con su mujer y con sus hijos.
.
Finalmente, espacié mis visitas. Mi presencia comenzaba a volverse
sospechosa. Francia no soporta muy bien un papel que no es de una sola pieza.
El avaro debe siempre ser avaro, el celoso siempre celoso. En eso estriba el
éxito de Molière. El dueño pensaba que era de la policía. Me dio a entender que
se era cliente o mercancía. No se podían combinar las dos cosas.
Esta advertencia sacudió mi abulia y me obligó a romper con costumbres
indignas, a las que se añadía el recuerdo de Alfredo, que flotaba sobre los
rostros de todos los jóvenes panaderos, carniceros, ciclistas, telegrafistas,
zuavos, marineros, acróbatas y demás travestis profesionales.
Una de las únicas cosas que eché de menos es el espejo transparente. Se instala
uno en una cabina oscura y abre un postigo. Ese postigo descubre una malla
metálica a través de la cual la mirada abarca una pequeña sala de baño. Del
otro lado, la malla era un espejo tan reflejante y tan liso que era imposible
adivinar que estaba llena de miradas.
Mediante el pago de cierta cantidad solía pasar ahí los domingos. De los
doce espejos de las doce salas de baño, ése era el único de este tipo. El dueño
lo había pagado muy caro y mandado traer de Alemania. Su personal desconocía el
observatorio. La juventud obrera servía de espectáculo.
Seguían todo el mismo programa. Se desvestían y colgaban con cuidado los
trajes nuevos. Desendomingados, se podía adivinar su empleo por las
encantadoras deformaciones profesionales. De pie en la bañera, se miraban (me
miraban) y empezaban con una mueca parisina que deja al descubierto las encías.
Después se frotaban un hombro. El enjabonado se transformaba en caricia. De
pronto sus ojos se iban del mundo, su cabeza se echaba hacia atrás y su cuerpo
escupía como un animal furioso.
Unos, extenuados, se dejaban fundir en el agua humeante, otros volvían a
empezar la maniobra; se podía reconocer a los más jóvenes en que saltaban de la
bañera y, lejos, iban a limpiar del mosaico la savia que su tallo ciego había
lanzado alocadamente hacia el amor.
Una vez, un Narciso que se gustaba acercó la boca al espejo, la pegó en
él y llevó hasta el final la aventura consigo mismo. Invisible como los dioses
griegos, apoyé mis labios contra los suyos e imité sus ademanes. Nunca supo que
en vez de reflejar, el espejo actuaba, que estaba vivo y que lo había amado.
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El regreso fue terrible. H. creía que lo estaban regañando como a un
niño después de una broma. Le rogué a Marcel que nos dejase solos y le
restregué a Miss R. en las narices. Lo negó. Insistí. Lo negó. Lo traté con
rudeza. Lo negó. Por fin, confesó y lo molí a golpes. El dolor me aturdía.
Golpeaba como una bestia. Le tomaba la cabeza por las orejas y se la estrellaba
en la pared. Un hilillo desangre corrió por la comisura de la boca. En un
instante me desaturdí. Llorando como un loco, quise besar aquel pobre rostro
herido. Pero no encontré sino un relámpago azul en el que los párpados se
abatieron dolorosamente.
Caí de rodillas en un extremo de la habitación. Una escena como ésta
agota nuestros recursos profundos. Se quiebra uno como un títere.
De pronto sentí una mano sobre mi hombro. Levanté la cabeza y vi a mi
víctima, que me miraba, rodaba al suelo, me besaba los dedos, las rodillas,
jadeando y gimiendo: "¡Perdón, perdón! Soy tu esclavo. Haz de mí lo que
quieras."
Hubo un mes de tregua. Tregua lánguida y dulcedespués de la tormenta.
Nos parecíamos a esas dalias que,embebidas de agua, se ladean. H. no tenía
buena cara.Estaba pálido y se quedaba a menudo en Versalles.
Págs. 67 y 69
Cocteau, Jean
El libro blanco / Jean Cocteau. -- México : Ponciano Arriaga Editorial; 1995
Págs. : 35, 53-55, 67 y 69.
SOBRE LA OBRA Y EL AUTOR.
A comienzos de
1928, Jean Cocteau escribió una novela de carácter autobiográfico que tituló
“El libro blanco” y que se publicó anónimamente en 1929. Este hermoso texto
escrito desde el “Yo” reveló lo que ya la sociedad parisina sospechaba o sabía
sobre la homosexualidad de su escritor. Y que a pesar de ser un libro de autor
anónimo, todos sabían por la forma y el tono, el amor por los marinos y los
conflictos católicos que su creador era Cocteau. A pesar de que Jean Cocteau se
dejaba ver con hermosos jóvenes, el nunca declaro su homosexualidad, y por su
ferviente catolicismo, quedaba la duda sobre su sexualidad.
El libro de
inmediato tuvo éxito y en 1930 se hizo una nueva edición, donde Cocteau no sólo
ilustró con sus singulares dibujos, sino que en una nota aceptó lo que se le
atribuía. No obstante fue hasta la edición inglesa de 1957 para que en su
prólogo Cocteau aceptara la progenitura de “El libro blanco” que las ediciones
Cabaret Voltaire de Barcelona acaba de reeditar en nueva traducción completa,
con todos los dibujos y notas sinuosas del autor y con un estudio final de
Montserrat Morales Peco en el que explica y dilucida el tema de la autoría y
los elementos biográficos o no que Cocteau puso en este encantador y delicioso
libro, inventado como un juego en serio.
En el libro, la
atracción por la masculinidad juvenil, la separación del amor del sexo, la
seducción del pecado y el arrepentimiento católico son los temas que toca y
trastoca Cocteau en su novela ambientada en una Toulon de entreguerras, donde
los marineros toscos pero hermosos se pasean entre hacer el “amor animal”
y fumar opio, mientras esperan
embarcarse a otros puertos. El argumento de esta novela corta resultó
escandaloso para las costumbres de la época. A principios del siglo XX, un
jovencito descubre su homosexualidad en un mundo lleno de prejuicios y narra la
consolidación de ese sentimiento hasta la juventud. En ese “viaje de vida”,
releva, cambia y alterna experiencias sexuales con hombres y mujeres y, con
frecuencia enfermiza, acude a la Iglesia católica para refugiarse y balancear
si debe aferrarse a la supuesta honorabilidad de los prejuicios o a los
hermosos sentidos.
“El libro blanco”
está impregnado de una delicada y divina sordidez, donde los hoteles de mala
muerte, las meretrices y truhanes de París; el bar portuario de Toulon, donde
los marineros afloran sus sentimientos y gustos por su propio sexo (como diría
el propio Cocteau “el bello sexo) son el ambiente y protagonistas de esta
excelente narración que transgredió a muchos el día de su aparición.
El libro no
presenta el universo gay de ahora, sino el de hace más de ochenta años, no está
escrito como un documento histórico, es una novela biográfica que por la frescura,
jovialidad y lozanía del estilo de Cocteau, y por su destello y fulgurante
imaginación con las metáforas eróticas, convierte este libro en una joya
“manierista” homoerótica
“El libro blanco” salió cuando todavía estaba el escándalo provocado por
“Bella de día” (1922) de Joseph Kessel, y el mismo año de la publicación de la
obra de Cocteau, otras dos novelas ponían irritables y nerviosos a los moralistas: “Historia del ojo” de Lord
Auch (Seudónimo de George Bataille), y “La
concha de Irene”, anónima, pero que todos sabían que su autor era al surrealista Louis Aragon. Más tarde, se publicaba una obra póstuma de
Apollinaire también de nombre inquietante: Las once mil vergas (1930). Como
Bataille o Aragon, Cocteau evitó firmar con su nombre. Según da a entender en
el prólogo a la segunda edición, prefiere desmentir la autoría y evitar así que
el contenido se considere autobiográfico. Sin embargo, Cocteau pudo ocultar el
nombre, pero no el estilo; así que no resultó difícil atribuirle el libro
Todo un acierto traer a tu página esta referencia sobre Cocteau. Un gusto pasear por tus letras, como ya es habitual.
ResponderEliminarAbrazos.