Después de realizar sus trescientos abdominales mañaneros y de ingerir su opíparo desayuno de una tortilla de doce claras de huevo, una pechuga de pollo sancochada y su merengada proteica en leche desnatada se dirigió como todos los días al gym, su rutina diaria consistía en por lo menos tres horas de exhausto ejercicios. Sus bíceps ya alcanzaba dimensiones enormes, sus pectorales y su desarrollada espalda hacían que tuviera que mandarse hacer las camisas, los músculos de las extremidades inferiores parecían gritar dentro de los ajustados pantalones, pero aún así y de todos los elogios que le recitaban a diario los entrenadores y compañeros del club deportivo él quería seguir creciendo, pues en su mente el joven se sentía aún un debilucho. Ese mismo día decidió aumentar más su masa muscular, agrego peso a las máquinas, aumento las pesas y con un enorme esfuerzo comenzó sus ejercicios, pero lo que veía en los espejos no le resultaba satisfactorio, quería más, incremento las repeticiones, las series y por supuesto la carga de las herramientas de halterofilia. Alrededor del muchacho se colocaron todos los presentes asombrados por la fuerza descomunal que aquel Hércules moderno realizaba; todos en el gym empezaron a animarlo en su afán por levantar las enormes halteras. Unas gotas de sudor resbalaban por su frente, un sudor de sangre, sus dientes empezaron a desquebrajarse por el esfuerzo sobrehumano, y en un santiamén explotó, voló por todo el gimnasio pedazos de carne, sangres y huesos bajo la mirada atónita y de terror de todos aquellos que lo incitaban a proseguir con sus ejercicios.
(Versión moderna de la Fabula "El Sapo y el Buey" de Jean de La Fontaine)
Por Félix Esteves
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