Recuerdo la playa frente a la casa, la espuma del mar mojaba las ventanas, y el ruido de las olas al chocar las rocas arrullaban mi sueño en las noches heladas y me mecían en las largas noches calidas. Mi infancia fue así... mirando el mar, confundiendo el azul celeste del cielo con el profundo añil del océano.
Pero todo cambio cuando en una noche mientras cenábamos mi padre anuncio que en la casa del faro se mudaría una nueva familia y que por suerte mía tenían un hijo un par de años mayor que yo. Esa noche las olas no pudieron arrullar mi sueño, estaba demasiado entusiasmado con el nuevo amiguito, ya no jugaría con mis imaginarios compañeros, ya basta de jugar a vaqueros con el perro o de rogarle al jardinero Domingo que hiciera de indio o de triste prisionero. El día siguiente corrí por el acantilado en busca de mi nuevo compañero y me conseguí con el faro imponente y a sus pies a un niño de cabello claro como el dorado trigo, con ojos tan claros como el azul del cielo, una porcelana piel que parecía de espuma como nubecita que se posa en el firmamento, y montaba un extraño triciclo pensé yo en aquel momento, pero era una metálica silla de rueda y su cuerpo débil de ella se hacia prisionero. Sin embargo y a pesar que correr por el campo no podía, nos hicimos fieles amigos, inseparables compañeros, yo le dejaba jugar con mis plomados soldaditos, el desde su silla me contaba bellos cuentos, mirábamos al mar por tanto tiempo que pensábamos que éramos piratas o singulares marineros, remontábamos al mar con blanquísimos veleros, cachalotes gigantes eran nuestros enemigos y piedrecitas de colores conseguidas en el suelo eran grandes tesoros que enterrábamos al pie del faro con otros preciados recuerdos.
Una mañana triste, de aquellas que no son precedidas por la luz de los luceros, su madre me dijo con voz de duelo, que el niño no saldría a jugar de nuevo, subí a su habitación por un ratito, así lo recomendó su medico y estaba él mirando ahora en solitario el mar que enfurecido se elevaba hasta el cielo, su cara parecia más blanca... como si fuera un esqueleto... sus manitos parecian más flaquitas como mi corazón se iba poniendo, sus ojos perdian el brillo como se mueren los luceros, sus cabellos de dorado trigo ahora con el viento se iban perdiendo y una voz de herido pajarito salio de su boca diciéndome hasta luego...
La oscuridad se hizo tan pronto, por vez primera mi alma se sintió de duelo, iba llorando margaritas por todo el acantilado donde tanta veces soñamos que éramos valientes marineros rescatando a doncellas de piratas traicioneros.
Después de cuarenta años aún siento sus recuerdos, cuando miro al mar me lo imagino navegando con sus ojos azules confundiéndose con el azur del mar con el celeste de los cielos, mi querido amigo, mi triste compañero, te fuiste tan pronto, de seguro estarás jugando allá con los cachalotes de nubes que flotan en la bóveda celeste en el empíreo espacio donde Dios tiene a los niños buenos, donde yo quizás jamás podría poner un dedo.
Ahora todos los años visito el faro donde juramos un día: "que nunca nos separaremos". Y la mar se hace triste, la mar me acompaña en mi duelo. Que el Santísimo te tenga en su gloria, que yo siempre te llevare en mi alma, como el mástil y el timón del velero de mis sueños.
Hasta pronto mi fiel amigo, mi triste marinero.
Para Abel, mi amigo de la infancia, mi triste y fiel compañero.
Por Félix Esteves
No hay comentarios:
Publicar un comentario