martes, 25 de diciembre de 2012

TRES ANTICUENTOS PARA CONTAR EN UN MINUTO



La triste Rapunzel.

La pobre Rapunzel jamás había visto una tijera, una hojilla o un cuchillo, todo objeto filoso estaba vetado a la hermosa muchacha que entrelazaba todos los días sus dorados cabellos. Pero no solo de su cabeza crecían aquellas cornificaciones dermáticas, también de sus axilas y de su pubis crecían enormes cantidades de vellosidades rubias y castañas que junto con su larguísima cabellera la arropaban por completo. La joven Rapunzel tampoco conoció el amor, sus labios jamás llegaron a tocar los de un ser amado. Cuando el Príncipe Azul llegó a la torre para rescatarla, la pobre chica yacía muerta debido a una fuerte anemia y llena de llagas purulentas producto de los piojos y ácaros que poblaron su peludo cuerpo.


La verdad de los siete enanos.

Cuando Blanca Nieves llegó a la cabaña del bosque, vivían en ella ocho simpáticos enanos. Los ocho hombrecillos la recibieron con gusto y pactaron con ella las condiciones de su estadía en el hogar. Acordaron que la princesa pasara cada noche con un enano los siete días de la semana. El primer enano el lunes, el segundo el martes, y así sucesivamente hasta el domingo que correspondía al séptimo enano. En la segunda semana, el enano del lunes cedería su puesto al octavo enano, la segunda semana, el enano del martes cedería su puesto al octavo enano, asi hasta cumplir el ciclo, cuando el séptimo enano del domingo cediera su puesto al octavo enano. Todos quedaron contentos con el trato.
A la mañana siguiente los ocho enanos fueron a trabajar muy temprano a las minas. En la noche cuando Blanca Nieves los esperaba a la luz de las velas se percató que solamente llegaron siete y con las botitas y sus mamelucos manchados de sangre.


El anómalo orgullo de Pulgarcito  

Aquel inmenso y robusto hombre extrañamente era llamado Pulgarcito, apodo demasiado inverosímil para el milimétrico miembro fálico que exhibía con anómalo orgullo. Su misterioso engreimiento y jactancia residía a la hora del acto amatorio, cuando lo casi invisible se transformaba en una descomunal torre donde todas las doncellas querían quedar apresadas.

Por Félix Esteves

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