La triste Rapunzel.
La pobre Rapunzel jamás había visto una tijera, una hojilla o
un cuchillo, todo objeto filoso estaba vetado a la hermosa muchacha que
entrelazaba todos los días sus dorados cabellos. Pero no solo de su cabeza
crecían aquellas cornificaciones dermáticas, también de sus axilas y de su pubis
crecían enormes cantidades de vellosidades rubias y castañas que junto con su
larguísima cabellera la arropaban por completo. La joven Rapunzel tampoco
conoció el amor, sus labios jamás llegaron a tocar los de un ser amado. Cuando
el Príncipe Azul llegó a la torre para rescatarla, la pobre chica yacía muerta
debido a una fuerte anemia y llena de llagas purulentas producto de los piojos y
ácaros que poblaron su peludo cuerpo.
La verdad de los siete enanos.
Cuando Blanca Nieves llegó a la cabaña del bosque, vivían en
ella ocho simpáticos enanos. Los ocho hombrecillos la recibieron con gusto y
pactaron con ella las condiciones de su estadía en el hogar. Acordaron que la
princesa pasara cada noche con un enano los siete días de la semana. El primer
enano el lunes, el segundo el martes, y así sucesivamente hasta el domingo que
correspondía al séptimo enano. En la segunda semana, el enano del lunes cedería
su puesto al octavo enano, la segunda semana, el enano del martes cedería su
puesto al octavo enano, asi hasta cumplir el ciclo, cuando el séptimo enano del
domingo cediera su puesto al octavo enano. Todos quedaron contentos con el
trato.
A la mañana siguiente los ocho enanos fueron a trabajar muy
temprano a las minas. En la noche cuando Blanca Nieves los esperaba a la luz de
las velas se percató que solamente llegaron siete y con las botitas y sus
mamelucos manchados de sangre.
El anómalo orgullo de Pulgarcito
Aquel inmenso y robusto hombre extrañamente era llamado
Pulgarcito, apodo demasiado inverosímil para el milimétrico miembro fálico que
exhibía con anómalo orgullo. Su misterioso engreimiento y jactancia residía a la
hora del acto amatorio, cuando lo casi invisible se transformaba en una
descomunal torre donde todas las doncellas querían quedar apresadas.
Por Félix Esteves
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