El seco pasto baila al compas de la música del viento, el sol los colorea de naranjas y extraños malvas, la tarde cae, refresca el mar con su vaivén y en silencio la aves se disputan un lugar en las secas ramas de los cujíes, mientras las más suertudas se acurrucan en sus paupérrimos nidos entre los cactus y las dormidas rocas, otras se refugian en las ruinas de la Nueva Cádiz que otrora tiempo fue la primogénita de Venezuela y América del Sur, y que los incrédulos y equivocados peninsulares ibéricos creyeron que eran las Indias Occidentales.
Entre las piedras que fueron colocadas para una atalaya que elevara una sonora campana a la gloria de los reyes católicos y a la empresa colonizadora precedida por ambicioso hombres que no tenían nada que perder, un viejo pelícano ve pasar sus últimas horas como el marinero ciego por la sal, y mira aciago y triste como los más jóvenes felices y con sus buches llenos siguen dibujándose en el cielo.
Recuerda los tiempos en que acompañado únicamente con sus ganas de vuelo remontaba el firmamento azul, profundo, y el mar quieto o tormentoso, azurro a veces, celeste y cristalino en otros. En sus acuosos ojos se refleja la caída del astro y así el sol se dejar dormir viéndose él en la melancólica ave que desde tan lejos lo observa y que sabe que al despertar ya no le vera, ni entre las rocas, ni entre las ruinas, ni cuando sus rayos peinen la blanca arena de la nueva mañana.
Y pensar que él ya estaba allí, antes que los invasores europeos, antes que los gigantes Guaqueríes, y mucho antes que la misma tierra emergiera de los mares y formaran este paraíso agreste pero abundante de peces. El sobrevivió a la furia del mar, a las rabietas de los nubarrones, a los terremotos y los corsarios que no dejaron huellas humanas sino estas únicas ruinas que ahora pareciera ser su último descanso.
Poco a poco grises nubes bajan y se confunden con la bruma, la mar empieza una lucha con la otra mar que parece caer desde arriba, se confunden, parecen amantes que se aman y se odian y se vuelven amar, sólo era un preludio de bienvenida a la selenita de la noche que cubre con su manto el viejo pelícano, dulcemente el ave se deja caer del campanario y el agua de la lluvia lo guía a la orilla donde poco a poco se hunde en el azul marino, aplomado por la nocturnidad y sus monstruos.
¡Qué suerte tuvo el viejo pelícano que murió en la noche y que en el silencio puro pudo llegar al mar! La mañana se vistió de brillantes amarillos y terracota, blanca y pulcra arena que desde el cielo los jóvenes pelícanos, las ruidosas gaviotas y hasta un extraviado albatros lo ven como si fuera de cristal. Se elevan y se zambullen en juego que no parece terminar. No conocen su destino, ni les parece preocupar, están allí, y vuelan y se dejan por el viento llevar… solo a la hora de sus muertes quieren dormirse arropados por las olas de la eterna mar.
El viejo pelicano aún vive en el azul del cielo y en el azul profundo del mar.
Por Félix Esteves
Pámpatar, 23 de Junio del 2011
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