Todo estuvo a mi favor, a pesar que las amistades insistían que no era buena época para viajar, muchos alegaban que era temporada de huracanes y fuertes lluvias, otros más banales me recomendaban vacacionar en otros meses donde las ofertas fueran más suculentas. Los noticieros también anunciaban que las vías al puerto estaban destruidas. Aún así y con todos en contra decidí partir a la isla. Y como una isla olvide a los demás y me fui en busca de mi deseada felicidad.
El viaje por carretera fue largo, más de lo común, lo que en anterioridad se hacia en cuatro a cinco horas, esta vez se hizo en siete, no obstante el viaje fue divino, el paisaje tropical de montaña que se erige invencible desde la gran selva de cemento hasta casi llegar a la costa me acompaño con todos sus verdes, gigantes montañas que parecieran abrazarme, pájaros coloridos y parleros que afortunadamente emigraron conmigo me hicieron posible permanecer despierto y contento, y lo que fue mejor tomar aquel largo viaje como una bendición.
Después de cinco horas de viaje donde en pequeños intervalos me paraba para disfrutar más de la naturaleza y el paisaje llegue por fin a la costa, las montañas habían desaparecido y el azul inmenso del mar me invitaba en su horizonte, aún así me faltaba dos horas de viaje hasta el ferry y tres más hasta la deseada isla.
Por fin arribé al puerto, extrañamente parecía estar vacio, fácilmente embarque al ferry que me llevaría a la isla paradisíaca. Estaba cansado del largo viaje, pedí mi camarote y apenas pegue la cabeza a la almohada Morfeo me hizo suyo. Soñoliento… casi muerto… soñaba flotar en un mar sin fin, las olas me mecían divinamente como una madre mece a su niño. Sirenas de cabellos cetrinos como algas me arrullaban y tritones de escamosos cuerpos vigilaban mi sueño…
No se a que hora desperté, no llevaba mi reloj de pulsera, ni el teléfono celular estaba a mi lado como siempre lo dejo cuando duermo en cama extraña. Atribulado por el pesado sueño, me pare asustado pensando que me habían robado, salí del camarote buscando un tripulante que me ayudara, pero no había absolutamente nadie, los demás camarotes se mantenían vacios y en los pasillos del ferry no había señal de alma humana.
Me pellizque para ver si aún estaba dormido, pero no era así, estaba más despierto que nunca y la soledad en aquella embarcación era la única compañía que existía. Me fui a la cabina principal de navegación para ubicar un radio, un transistor que me permitiera comunicarme con tierra, pero todo fue en vano, ninguno de los instrumentos funcionaba, sin embargo el barco seguía su ruta, una ruta que yo desconocía.
No quise desesperarme, pero no comprendía aquella inconcebible e ilógica situación, sólo el mar y yo en la soledad del barco fantasma en que me había embarcado y el deseo infinito de llegar a aquella isla que era mi sueño eterno, mi Shangri-La.
La noche cayó… y el sol después se vistió de limpio de nuevo… no sé cuantas veces ocurrió… ya confundía las noches oscuras con los claros días, a veces el sol alumbraba la noche y la luna cubría con su manto de estrellas el día… el mar impoluto, azul como un diamante, era el único que no mutaba, constante en su vaivén, en su baile conmigo… la soledad se hizo hermana, madre, amiga y amante, la locura poco a poco se apodero de mi, pero no me fue extraña, la asumí como se adaptan los animales a los elementos, como se posesiona la lluvia de las rosas… poco a poco me fui devorando, consumiéndome de adentro hacia afuera y desde la piel hasta los huesos, entonces comprendí mi terrible descubrimiento: aquel desolado y trastornado destino era mi isla, la isla que siempre he sido.
Por Félix Esteves