Deslizaba su brazo suavemente
sobre las paredes y vitrinas mientras caminaba por la calle, el roce con las
diferentes texturas le hacían estremecer. Adoraba los aromas deliciosos o fétidos
que la ciudad transpiraba. Cerraba por instante los ojos, apenas segundos,
cuando parpadeaba, y hacia suyos los mínimos aires de los transeúntes que
pasaban a su lado. Sus manos como paralizadas
mariposas radiaban los impulsos de los movimientos ajenos, y sus dedos como
inquietantes alas masticaban y digerían las sutilezas de las moléculas esparcidas
por la calle. Caminaba con la boca entreabierta para poder atrapar las minúsculas
partículas que como escamas viejas soltaba la ciudad en su meneo perpetuo para
prolongar el tiempo. Amaba las heces de los canes en la grama, las defecaciones
humanas en los baños de los centros comerciales, los sudores de los usuarios
del subterráneo, los cabellos anónimos que bailaban en el viento y que quedaban
prendidos entre sus labios. Saciaba su sed de amor con los contactos imberbes y
efímeros en los autobuses atestados de gente. En las noches más oscuras y
cuando los faroles parecían ciegos caminaba por calles solitarias con el fin de
arrojarse al piso y lamer rápidamente las aceras y disfrutar de las millones de pisadas
que en ella quedaban adheridas por años. Saboreaba los postes donde se recostaban
los borrachos, las meretrices, los cansados obreros a esperar la hora de paga,
donde los perros orinaban. Caminaba como extraviado por los rincones más sórdidos
de la metrópolis, donde abundara la basura, no sólo por los olores sino también
por las texturas, por los colores, o los sonidos sórdidos de aquellos objetos y
aglomeraciones cuando interaccionaban entre ellos, o con la brisa… su frenesí
se extendía a todo aquello que era palpado, tocado, usado, maltratado,
ensuciado, rozado, manoseado. Recolectaba todo aquello que tuviera una mancha,
un pegote corporal de “otro”. Se hizo así asiduo a los grandes basureros,
relamía cada objeto con lujuria animal que le producía unos orgasmos secos,
nulos, sin eyaculaciones, pero al fin y acabo orgasmos. Un día sin medir consecuencias,
al fin y al cabo nunca las tuvo, se quedó por siempre en la basura, construyo
su hogar entre los excrementos públicos, las deposiciones de la ciudad, comía
basura y deyectaba bazofia que era devuelta a su boca con otras nuevas y ajenas.
Al poco tiempo se hizo piltrafa, desecho de sí mismo y de los demás, ripio,
inmundicia citadina, entonces empezó a devorar sus propios pellejos hasta que
poco a poco consumió toda la ciudad.
Por Félix Esteves.
Me gustó ! pero ese señor, debio llamarse Viento, Sol o Humedad....
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