“La gran belleza” es una metáfora abstrusa pero al mismo tiempo
muy precisa de la decadencia. Pero no de esa decadencia que lleva a la extinción,
sino de aquella que permite la renovación, el resurgimiento, aquella que
consiente la auto-evaluación por medio de la crítica violenta y la sátira brutal. El film que tiene como
escenario una Roma antiquísima en su forma pero moderna en su energía es
simplemente el reflejo de una Europa que se renueva por la capacidad de
reconocer sus propias fallas, sus vicios y temores, pero también por la
facultad de conocer pero sobre todo de entender su propia historia. El drama se nos presenta asimismo
como un uróboros que simboliza el ciclo eterno de las cosas,
también el esfuerzo eterno, la lucha eterna o bien el esfuerzo inútil, ya que
el ciclo vuelve a comenzar a pesar de las acciones para impedirlo.
La película de Paolo Sorrentino
nos abofetea con una fauna de intelectuales y artistas, que presumen de ello, para saciarnos con su
fatua banalidad al mismo tiempo que se
anteponen, luchan y se enfrentan entre ellos mismos, y que contrastan su crepúsculo con el paisaje físico
e intelectual del arte italiano que fue,
es y será producto de esa fauna que se devora a sí misma. Gep Gambardella, protagonista de esta peculiar
película, es el motor de ese ocaso, que se resiste a morir y busca entre el
barroquismo, a veces divino y a veces petulante de las imágenes, la energía o
tal vez la musa que le devuelva las ganas de seguir adelante. Así Gambardella va
conociendo personajes que introduce en su mundo sin llegar a reivindicar su
estilo de vida o proponerle un cambio que lo saque de la desidia y el
ostracismo intelectual.
“La gran belleza”, devoto a la
historia cinematográfica italiana y en especial del cine felliniano, con el
toque existencialista de Antonioni , nos regala momentos alegóricos increíbles,
por ejemplo el turista japonés que al ver una panorámica de la ciudad eterna
muere aludiendo a la famosa frase “Roma o Muerte”, o la escena en que aparece
una añeja pero bellísima y elegante Fanny Ardant, como un fantasma en la noche
italiana, simbolizando a una Europa que a pesar de sus años sigue iluminando
todo a su alrededor y dispuesta a seguir seduciendo y seguir siendo seducida.
Se tiene que nombrar la mordaz escena del Botox, O la escena de una jirafa que simboliza un ser
superior, lo cual le hace ser más objetiva en su comprensión del mundo,
Gambardella la admira y como ella
contempla las cosas desde un ángulo de mayor visión, pero en un instante
el animal desaparece como desaparecen las ganas de seguir adelante del
protagonista en ciertas ocasiones. Es también interesante la escena de la
instalación fotográfica donde se muestra miles y miles de fotografías de una
misma persona como las millonésimas formas de ser y de existir, e invitando a
reconocer que simplemente no somos uno, sino lo variado en que nosotros mismos
nos podemos convertir, somos los artífices de nuestra propia personalidad y nos
podemos rehacer a nuestro antojo. Cabe mencionar, la escena poética de los
flamencos, símbolo de las emigraciones, que se posan en el balcón del
apartamento de Gambardella a carroñar los desperdicios de una bacanal de la
noche anterior en homenaje a una mujer santa que con su soplo sacrosanto invita
a las singulares aves poblar el cielo gris romano.
Pero el film no sólo es imagen,
aquel festín visual está acompañado de unos parlamentos y diálogos geniales, que acarician pero también hieren,
porque Gep en su decepción no tiene pelos en la lengua y entre el habla y el
pensamiento va soltando un discurso donde se mezcla la melancolía, la rabia y
la desidia acumulada, pero todo dicho o contado con y como una exquisita
reflexión.
“La gran belleza”, tal vez la mejor película
italiana de este siglo, es una cinta manierista, sarcástica, a veces simple,
aunque nunca humilde porque es pretensiosa en el buen sentido de la palabra,
así de presumida como son los romanos, que se creen, porque lo fueron, los
dueños del mundo.
Por Félix Esteves.
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